En un entorno empresarial marcado por la creciente complejidad regulatoria y el escrutinio social, la ética ha dejado de ser una opción aspiracional para convertirse en una estrategia empresarial imprescindible. Como plantea Emilio Martínez Navarro en Ética de la profesión: proyecto personal y compromiso de ciudadanía (2006), el verdadero profesional no se limita a dominar la técnica, sino que integra principios éticos sólidos en su quehacer diario, orientando sus decisiones hacia el bien común.
En el campo del compliance, esta reflexión es especialmente pertinente. El oficial de cumplimiento, figura que en el Perú se ha fortalecido en la última década, no debe concebirse como un mero ejecutor de normas, sino como un agente de transformación cultural dentro de la organización. Su rol exige no solo conocimientos técnicos sobre prevención del lavado de activos, financiamiento del terrorismo y anticorrupción —ámbitos regulados por normas como la Ley N° 27693 (UIF-Perú) y la Ley N° 30424 sobre responsabilidad administrativa de las personas jurídicas—, sino también un compromiso ético que guíe sus decisiones más allá de lo que exige la ley.
Martínez Navarro sostiene que una profesión se convierte en proyecto de vida cuando se ejerce con vocación y se fundamenta en principios coherentes con la moral de la época. En el caso del oficial de cumplimiento peruano, este proyecto implica liderar iniciativas que integren el cumplimiento normativo con la ética organizacional, superando la visión de que el compliance es un “freno” para los negocios.
En este marco, el Plan Nacional de Lucha contra el Lavado de Activos y Financiamiento del Terrorismo al 2030 (PNCLA 2030) establece objetivos estratégicos para fortalecer la prevención, detección y sanción de estos delitos. Este plan subraya la necesidad de que las organizaciones incorporen no solo mecanismos técnicos y procedimentales, sino también principios éticos que permeen toda su cultura corporativa. Aquí, el oficial de cumplimiento se convierte en un pilar clave para articular las políticas internas con los lineamientos del PNCLA 2030, asegurando que la prevención sea integral y sostenible.
La ética deontológica, inspirada en Kant, ofrece un marco especialmente útil: las acciones deben juzgarse por su conformidad con el deber y no solo por sus consecuencias. Este enfoque permite resistir prácticas como la obediencia ciega a la autoridad, una conducta riesgosa identificada por Müller y Schäfer (2016) en The Dirty Dozen. En un contexto corporativo, esto significa que el oficial de cumplimiento debe mantener su criterio ético incluso frente a presiones jerárquicas, salvaguardando los principios universales que rigen su labor.
Sara Banks (2001) distingue entre códigos éticos —que abarcan lo correcto e incorrecto— y códigos deontológicos —que fijan deberes y responsabilidades profesionales—. Para el Perú, donde las empresas implementan modelos de prevención alineados a la Ley N° 30424 y al PNCLA 2030, contar con códigos deontológicos claros no solo fortalece la actuación del oficial de cumplimiento, sino que también ofrece una guía concreta para que toda la organización comprenda y respalde sus funciones.
Adoptar la ética como estrategia empresarial implica beneficios tangibles: mejora de la reputación corporativa, mayor confianza de clientes e inversionistas, reducción de riesgos legales y reputacionales, y alineamiento con estándares internacionales de buen gobierno corporativo. En un país donde la competitividad empresarial está cada vez más ligada a la transparencia y la integridad, integrar la ética al corazón de las operaciones no es un lujo, sino una ventaja estratégica.
En definitiva, para el empresariado peruano, la ética en el compliance no debe reducirse a cumplir con un checklist normativo. Debe ser un compromiso vivo, asumido desde la alta dirección hasta cada colaborador, orientado a construir organizaciones sostenibles, responsables y resilientes frente a los desafíos del presente y del futuro.